Mensaje de un naúfrago

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Siempre me fijo, lo mismo en Madrid que aquí, en los anuncios escritos a mano o fotocopiados que la gente pega con cinta adhesiva en las farolas y en los postes de los semáforos. En Madrid abundan los anuncios de mujeres emigrantes que se ofrecen para limpiar casas o cuidar ancianos. Aquí, y más en este barrio, hay muchos de los que llaman “moving sales”: la gente que va a mudarse lo pone todo en venta, hasta lo más ínfimo. Un alumno me contó hace tiempo que cuando él y su novia iban a dejar su apartamento hicieron pequeñas etiquetas con precios que pegaban a las cosas que ponían en venta. Pusieron unos cuantos carteles fotocopiados en los semáforos de Broadway y esperaron a que se presentara alguien. Se presentó toda una familia de Bangladesh, abuelos, padres, tíos, hijos, que iban de un lado a otro examinándolo todo, y que los mareaban con regateos sobre el precio de cualquier cosa, una cucharilla, una alfombra de cuarto de baño. Como en toda aquella familia solo los niños hablaban inglés eran ellos lo que se ocupaban de las negociaciones. Pero estaban todos entusiasmados con las compras, y ya querían llevarse incluso lo que no estaba marcado para la venta. Mi alumno y su novia iban de un lado a otro quitándole cosas de las manos a aquella familia poseída por un frenesí de mañana de rebajas. La abuela era especialmente hábil para esconder objetos menudos bajo el sari.

Hay carteles de gente que se ofrece para cuidar gatos, para pasear perros, para leer las cartas del tarot, para dar clases de guitarra o de clarinete. En las farolas de Los Angeles vi hace años que abundaban los cartelitos anunciando clases para quitarse acentos.

Hoy he visto uno, en una esquina poco frecuentada de Riverside Drive, que parecía más bien el mensaje desesperado de un naúfrago. Estaba escrito de cualquier manera, con mayúsculas desiguales, como en un estado de angustia, unas palabras en tinta azul y otras en tinta roja. Como ha llovido los colores se diluían en chorreones que dificultaban la lectura. I’M IN DESPAIR, dice: cuenta que ha perdido en esa zona su portátil, en el que llevaba la versión final de una autobiografía en la que llevaba años trabajando. “Si no lo recupero lo habré perdido todo”. Da escalofrío nada más imaginarse en esa situación. El hombre da un teléfono, promete una compensación, suplica que si alguien encuentra su laptop o sabe algo de él lo llame de inmediato. Así que yo ahora, cuando salgo por esas calles que van hacia el parque y el río, voy mirando en todos los montones de cosas que la gente deja en las aceras, y en los cestos metálicos de la basura. Y me imagino a ese pobre hombre haciendo lo mismo que yo, dando vueltas y vueltas por este barrio de su infortunio, escarbando en la basura como un mendigo o un trastornado.